viernes, 4 de febrero de 2011

El encuentro de dos mujeres: Cristina y Dilma











Como no podía ser de otra manera Ricardo Forster en este escrito habla de manera sencilla y directa sobre la extranjerización en nuestro país. De la Unasur y de lo importante que es la alianza que tenemos con Brasil.

Por una Latinoamérica unida, y no divida por los intereses de EE. UU o de Europa.
¿Civilización o barbarie? Proclamaba Sarmiento, y mandaba a Paraguay a todas las profesoras de inglés que venían de EE.UU que no eran rubias y de ojos claros… ¿El Menguele argentino? ¿Ese es el padre del aula? Bueno a criterio de cada uno lo dejo…

Desde aquellos tiempos siempre se nos alentó a mirar a los países de Europa y EE.UU como el primer mundo, los grandes, el ejemplo a imitar  y a descartar nuestra Latinoamérica y especialmente a los sectores con menos recursos, a los” morrochitos” dirían los oligarcas.
Cuando hoy en día su economía neoliberal depredadora se les cae en la cabeza, todavía acá hay políticos, dirigentes, empresarios y ciudadanos, que siguen queriendo imponer ese modelo caduco, gastado y fracasado.

EL ENCUENTRO DE DOS MUJERES: CRISTINA Y DILMA

Por Ricardo Forster
Uno de los grandes méritos de Néstor Kirchner fue, utilizando la herramienta algo herrumbrada del Mercosur, relanzar, junto con el ex presidente Lula, un sólido proyecto de integración regional que luego se vio ampliado con la creación de la Unasur. De ese modo, no sólo respondía a una necesidad de época, aquella que señala los lazos fundamentales que nos unen con el Brasil sino que, también, recuperaba un antiguo hilo de la historia latinoamericana, un hilo que, nacido junto con las gestas emancipatorias de principios del siglo XIX, se había perdido en el interior de otra historia negadora de los lazos entrañables e insustituibles que nos unen al resto de Sudamérica.


 Pero también hay que retroceder al encuentro de Mar del Plata del 2005 en el que junto con Venezuela, Bolivia y Brasil, Argentina rechazó la propuesta bushista del ALCA rompiendo, después de décadas de sometimiento, la hegemonía continental de Estados Unidos. Reescribir, bajo las condiciones del presente, lo mejor de la historia latinoamericana ha sido una constante de estos últimos años. Ahora son dos mujeres las encargadas de continuar con esa extraordinaria y muchas veces desmembrada tradición de unidad.


Kirchner unió interés y necesidad económica con reconstrucción ideológico-cultural para, de ese modo, reinstalar al país en su menospreciado destino continental. En los inolvidables días del Bicentenario, y ya bajo la presidencia de Cristina Fernández, se hizo carne un relato de profundo sentido latinoamericanista cuyo punto de inflexión lo constituyó la inauguración del salón de los patriotas latinoamericanos el 25 de mayo junto con los presidentes de Bolivia, Chile, Uruguay, Ecuador, Venezuela y Brasil. Allí se selló algo históricamente entrañable y decisivo que ha ido reconfigurando nuestros vínculos con el resto de las naciones hermanas. Marchando a contrapelo de una historia trágica y traicionera, una historia de desencuentros y de imposibles diálogos, la actualidad sudamericana nos confronta, como nunca antes, con la posibilidad cierta de recobrar los antiguos ideales de una unidad de todos aquellos países que se reconocen en la saga común de los libertadores a los que ahora, y de una manera decisiva, se les une Brasil.


La recreación del Mercosur se hizo en paralelo con la reconstrucción, profundización y consolidación de las relaciones estratégicas con Brasil afirmando, de esa manera, una clara y contundente política de redefinición de la diplomacia, la economía, la política y la cultura de un país, el nuestro, que o había sido durante muchísimo tiempo deudor de Europa (en lo económico de Inglaterra y en lo cultural básicamente de Francia) o, a partir de la segunda mitad del siglo XX, lo había sido de Estados Unidos.


Para la clase dominante las relaciones internacionales llevaban siempre el sentido norte de la brújula, mientras que América Latina no representaba otra cosa, en su visión de un progreso civilizatorio cuyo punto de origen y de sentido siempre había que ir a buscarlo a los grandes imperios europeos, que el atraso y la barbarie de la que había que huir raudamente. Para esos mismos sectores de lo que se trataba era de “abrirse al mundo”, de “romper nuestro aislamiento” y de “consolidar relaciones serias y maduras con las grandes potencias”, lo demás era seguir persistiendo con la política del enclaustramiento:


 (esa, la defensa a ultranza del aperturismo limitado, fue la política de la élite oligárquica durante las primeras décadas del siglo pasado cuando se asumieron casi como colonia británica; esa fue la de los militares y las corporaciones económicas en los años sesenta y setenta cuando, para “combatir al comunismo” destruyeron el Estado de derecho, la vida democrática y asolaron cuerpos e instituciones). Todos recordamos el momento más grotesco de esa visión primermundista cuando el otrora canciller de Menem, Guido Di Tella, conjugó aquella frase que ocuparía, por derecho propio, un lugar en lo peor de la vida argentina, nos dijo con total desparpajo, respondiéndole a algún periodista de turno, que con el imperio del norte teníamos “unas excelentes relaciones carnales”.


Salir de esa orientación duradera que había dejado una marca muy profunda en el imaginario colectivo, quebrar ese principio ideológico que buscó, desde mediados del siglo XIX, apartar a Argentina de su destino sudamericano, constituyó, y lo sigue siendo, una tarea de largo aliento que, entre otras cosas, debe enfrentarse con prejuicios arraigados en vastos sectores de nuestra sociedad. Hay, que duda cabe y lo pudimos comprobar en los brotes de racismo y de xenofobia en las últimas semanas del año pasado, una presencia no insignificante de un prejuicio que mucho tiene que ver con los “ideales primermundistas” que heredamos de la década del noventa y que, bajo sus propias condiciones, expresó la forma más pedestre y cholulista del ideario republicano liberal de los padres fundadores de la República en los tiempos de Sarmiento, Alberdi, Roca y la generación del 80.


 Una suerte de cualunquismo de clase media que siempre creyó mirarse en el espejo de Europa, o más cerca de nosotros y sin tantas pretensiones culturales, en el que le devolvía Miami; un espejo de ciudadanos rubios que nada tenían que ver con los pueblos oscuros que nos rodean y nos amenazan con invadirnos.
Un poco más atrás en el tiempo –nos ubicamos en la segunda mitad del siglo veinte- la influencia hegemónica de los intereses estadounidenses en la región llevó, de la mano de la doctrina de la seguridad nacional, a la implementación de las más brutales dictaduras que asolaron el sur del continente entre los años sesenta y ochenta.


Los mismos que desde siempre exigen “calidad institucional” y “apertura al mundo” fueron los cómplices locales de esa noche de horror. ¿Qué querrán decir cuando hablan de “abrirse al mundo”, a qué mundo querrán regresar? Durante los años de la dictadura, la propia palabra “América Latina” estaba en el index de los términos sospechosos de ser subversivos. Más elegantes, los economistas neoliberales simplemente arrojaron al tacho de los desperdicios la relación de Argentina con el resto de las naciones sudamericanas como exponente de una época superada. Néstor Kirchner, en esa como en otras cuestiones decisivas, vendría a invertir la tendencia dominante para reinscribir a nuestro país en el relato de la historia latinoamericana. Y uno de los pilares de esa reconstrucción fue, y lo sigue siendo, la relación con el Brasil alcanzando a romper una historia de desencuentros y de mutua desconfianza para avanzar hacia una perspectiva integradora. En un sentido más radical y contundente, avanzaron, Lula y Kirchner, sobre lo que previamente habían forjado Sarney y Alfonsín.


Escribo esta rápida reseña que nos muestra lo significativo del giro que, desde 2003, viene dándose entre nosotros para enmarcar, desde el punto de vista de las relaciones internacionales, la honda significación política (que lo es también económica y cultural) de la primer visita que, en calidad de presidente del Brasil, realiza Dilma Roussef. No se trata apenas, como lo quieren minimizar algunos sesudos periodistas “independientes”, de la continuidad de una tradición (la primera salida al exterior de un presidente electo en el Brasil la hace siempre a la Argentina), se trata, antes bien, de la puesta en evidencia de una extraordinaria etapa forjada por Kirchner y Lula y continuada, por esas casualidades del destino, por dos mujeres que han asumido las primeras magistraturas de sus respectivos países.


Dilma y Cristina representan esta hora latinoamericana cuyo punto de inflexión ha sido no sólo la creación de la Unasur sino sus decisivas intervenciones en defensa de los gobiernos democráticos (lo hizo como bautismo en Bolivia cuando las fuerzas golpistas de la Media Luna amenazaban la legitimidad del gobierno de Evo Morales; lo intentó, con menos éxito, cuando Zelaya fue destituido en Honduras con el beneplácito, algo vergonzante, de la administración de Obama; y lo volvió a hacer, con absoluta decisión, ante el intento de golpe de Estado contra el presidente Correa en Ecuador).


Ese es el encuadre ideológico que ofrece una nueva perspectiva en una historia continental asolada por el golpismo y que en la última década ha forjado un giro extraordinario que tiene como eje principal la consolidación de los procesos democráticos en consonancia con la recuperación de políticas económico-sociales antagónicas al dominio que el neoliberalismo ejerció en los años finales del siglo veinte haciendo de América Latina el continente más desigual del planeta.
Cristina y Dilma, como antes Kirchner y Lula, expresan la vocación compartida de imprimirle a nuestra realidad una orientación que apunte por un lado a la reparación social y, por el otro, a la consolidación de una política latinoamericanista que haga de nuestro espacio regional una zona clave en el concierto internacional.


Nunca como en estos años Brasil y Argentina confluyeron en una política compartida y en una proyección estratégica enlazada con los otros países de la región. Nunca como en estos años la política exterior de nuestro país fue más abierta y caudalosa ocupando un lugar expectante en los grandes foros internacionales; nunca como en estos años economía y política se encontraron para fijar una perspectiva que logra, a un mismo tiempo, conjugar los ideales latinoamericanistas con los intereses propios del país.


 Es bajo esta nueva realidad que se enmarca el encuentro entre Cristina y Dilma, un encuentro que nos ofrece la oportunidad de reconocer los nuevos aires que vienen soplando desde hace casi 10 años en una región que supo ser el laboratorio de experimentación de las políticas neoliberales. El conjunto de países que conforman la Unasur, con diversidades y complementariedades, atravesando distintos procesos político sociales, se corresponde con el profundo giro de reparación democrática que hoy caracteriza a la región (que, a diferencia de los años precedentes, supone de un modo decisivo la cuestión de la distribución y de la construcción de políticas que tiendan a avanzar hacia una mayor equidad). Seguramente Cristina y Dilma, con historias de viejas militancias setentistas, seguirán enfocando la lente de esta época caudalosa y apasionante hacia una visión cada vez más precisa del horizonte compartido.

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